De doce a una, la hora bruja de la hospedería, momento en el que por arte de magia todo vuelve a su lugar. Adecentar apresuradamente para que el nuevo huésped encuentre cada cosa en su sitio; todo tiene un punto propio, una disposición universalmente aceptada que convierte cualquier espacio anónimo en un lugar extrañamente familiar. Se respira a nuevo, borrones y cuentas nuevas que eliminan los restos de los vividores ocasionales, esas trazas del tiempo non-gratas. Hoteles, lugares en los que muebles no están entrenados para acumular polvo, para sentir la cotidianidad de sus residentes, rechazan con pulcritud las manchas circulares de las tazas de café, los restos resecos de las copas de vino, las arrugas impertinentes del edredón; todos esos gestos habitantes, signos de la pertenencia al espacio son debidamente eliminados de doce a una. Ellos, los hoteles, saben el lugar donde deben estar las cosas, ellos ordenan para que Isabel Tallos haga del desorden una experiencia transcendental.
Cada nuevo visitante, por mucha buena disposición y buena voluntad y por muy buenas que sean sus intenciones siempre es receloso hacia lo que le espera. Tiene que probar la cama, abrir el grifo de la ducha, presionar los botones que encienden esto y aquello. Ese viajero clamaría al cielo al descubrir el lugar en el que los grifos giran al revés, irreverencia metafísica, ¡Dios, por qué me has abandonado! Hay cosas intocables, leyes divinas sobre las que se apoya nuestra humana cordura, un evento de tal calibre arruinaría la estancia y quizás algo más profundo de cualquier hombre de bien. En Check-in ese ritual explorador se vuelve inagotable, la eterna visitante busca y rebusca las infinitas conexiones, juguetea con la hiperpoblación de materia anónima, torpedea sin reparo cualquier estructura deleitándose en lo inadmisible.