Inhabitados: la quietud como un ejercicio existencial
"Voy a mostrar una mujer sentada, una ventana abierta, un viaje en galera a lo largo de mi habitación. Voy a descorrer las cortinas, voy a encender todas las luces, voy a dejar que me observéis mientras yo miro hacia otro lado. No voy a permitir que tus ojos se despisten ni un instante con ningún detalle ajeno a mi universo". Isabel Tallos se pinta a sí misma una y otra vez. Aunque a veces eche mano de otros cuerpos anónimos, es siempre ella la que se nos presenta enclaustrada entre cuatro paredes. Cuando miramos sus fotografías no sabemos muy bien si nos invita o si, por el contrario, nos obliga a encerrarnos con ella en sus estancias imaginarias. Pero all&oiacute; no ofrece ninguna compañía, se muestra serena y distante; ocupa el espacio mientras el espacio nos ocupa a nosotros.
Sus imágenes ponen en cuestión cualquier ejercicio de policromía. Frente a ellas, ensanchar la paleta parece una frivolidad irreverente. Seria demasiado fácil caer en la trampa del blanco radiante, asociarlo a la virginal pureza, al recubrimiento de la piel inmaculada. El blanco no da cobijo, es de naturaleza cruel y perversa. No permite ocultarse. Muestra con igual fuerza el cuerpo y su sombra; no permite que el más mínimo detalle pase desapercibido. Sobre el blanco, el más común de los objetos, el más humano de los rostros, se vuelve enigmático y fantasmal. A veces nos gustaría que hubiera cuadros, manteles o cojines, tirar barro sobre las paredes, ensuciar el entorno para huir de la tétrica blancura. Isabel alimenta nuestra ansia de imperfección, pinta blanco sobre blanco, como aquél que escupe al mar, para fundir sus trazos con la inmensidad.
Un hombre decepcionado escribió hace tiempo en su diario unas palabras sobre la amada de su buen amigo Arthur, la Dama de Shalott. No era hermosa, decía, sino fascinante, y capaz de una