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La tierra es una vulgar esfera. Un desgraciado objeto geométrico cuya superficie carece de esquinas, límites o puntos singulares que merezcan una atención especial. Pese a que desde la antigüedad se sabía con certeza que la tierra no era plana, esa creencia se ha mantenido viva durante la historia en las fantasías mitológicas, porque es mucho más emocionante pensar en el mundo como un plato, apoyado sobre el lomo de una gran tortuga, con una cascada infinita por la que se precipitan los exploradores más aguerridos, que en una vulgar esfera.

Hemos alcanzado el fin del mundo, y allí no hay nada en particular. Podemos darnos la vuelta o seguir hacia adelante que, en cualquier caso, llegaremos al mismo punto y en el camino no encontraremos un sólo lugar que no haya sido pisoteado previamente por el hombre civilizado. Estamos en el final de una era en la que la humanidad ha sacrificado a sus mejores hombres en la exploración de terrenos desconocidos. Hoy, sin embargo, está todo descubierto y los mejores hombres están tranquilamente sentados en un sofá, observando el mundo a vista de pájaro.

Los científicos han sembrado el cielo con una multitud de satélites que se dedican a fotografiar minuciosamente la superficie del planeta. La angustia Google Earth es la gran enfermedad del sueño. Gracias a la tecnología cada vez tenemos una imagen más precisa del mundo. Están desapareciendo las zonas oscuras y con ellas el principal alimento de la imaginación.

La raza humana está encerrada en su propio planeta, como en una celda de la que conoce hasta la última imperfección de la pared. Al perfecto diagramado de la superficie de la tierra hay que sumarle el destierro del hombre de los viajes al centro de la tierra o de la exploración del espacio.